ESPECIAL DE ECONOMÍA DE Tribuna Popular TP/Por: Fernando Arribas García*.- Como consecuencia del severo aumento de precios que hemos experimentado últimamente en Venezuela (casi 46% en 2013 hasta el cierre de octubre), el tema de la «inflación» ha vuelto a convertirse en asunto de interés masivo. Mucho se habla sobre ella, tanto en los espacios oficiales de gobierno como en los medios de comunicación y hasta en las calles y casas. Para todo el que enfrenta a diario los precios en escalada incesante, quedan perfectamente claros los efectos nocivos de la alta inflación en el nivel microeconómico de los bolsillos personales y los presupuestos familiares.
Pero no siempre se tienen igualmente claras las causas y secuelas estructurales de este fenómeno, los mecanismos macroeconómicos que lo determinan, y sus consecuencias para el país. De hecho, a juzgar por ciertas afirmaciones frecuentemente repetidas en diversos círculos, hasta por voceros del gobierno, parece haber un grave nivel de desconocimiento generalizado incluso en cuanto a la definición básica de inflación y los mecanismos que se utilizan para medirla.
¿QUÉ ES LA INFLACIÓN?
En pocas palabras, la inflación es la variación de los precios como producto del desequilibrio entre la «oferta» y la «demanda»; es decir, es la expresión monetaria de ese desequilibrio entre las variables fundamentales del mercado. Si la oferta de un bien o servicio determinado (la cantidad total de tal mercancía disponible a cierto precio) está aproximadamente en equilibrio con su demanda (la cantidad total de la mercancía que el conjunto de los compradores está dispuesto a comprar a dicho precio), la tendencia dominante será hacia la estabilidad de precios: cada unidad de la mercancía encontrará comprador solvente al precio vigente y cada comprador satisfará su necesidad de comprar.
Pero –en un mercado capitalista predominantemente libre de dominio monopólico– si la oferta supera la demanda, cada vendedor bajará sus precios de venta hasta el límite de sus posibilidades a fin de procurar liquidar su mercancía. En este caso la situación de ventaja relativa de los compradores tenderá a empujar los precios hacia abajo hasta el límite inferior determinado por el costo de producción o reposición de mercancía del vendedor más eficiente, nivel por debajo del cual nadie podría vender sin sufrir pérdida.
Este desequilibrio conduce a la llamada «deflación» (inflación negativa), que es típica de las crisis cíclicas de sobreproducción: el gran volumen de mercancías producidas durante el momento de auge del ciclo económico no encuentra comprador solvente, lo que lleva a la baja de precios y a la desaceleración o detención de la producción con el consecuente aumento del desempleo, lo que reduce aún más la demanda solvente y magnifica el exceso relativo de oferta, lo que a su vez presiona los precios hacia abajo con todavía mayor fuerza, y empuja a la economía como conjunto cada vez más cerca de la recesión.
Y, por el contrario, si la demanda supera la oferta, cada comprador aumentará hasta el límite de sus posibilidades el precio que está dispuesto a pagar a fin de procurar asegurarse la compra de la mercancía requerida. En este caso la situación de ventaja relativa de los vendedores tenderá a empujar los precios hacia arriba hasta el límite superior determinado por la capacidad de pago del último comprador dispuesto y solvente, nivel por arriba del cual la mercancía se quedaría «fría».
Esto suele ocurrir cuando, tras un período de dificultad económica, la situación comienza a mejorar con rapidez, con el consecuente aumento del empleo y el crecimiento del nivel de ingresos de la población; la demanda represada por falta de solvencia buscará ahora satisfacerse incluso hasta exceder la oferta, lo que llevará al incremento de los precios y a la aceleración de la actividad productiva en busca de obtener provecho de la demanda no satisfecha, y por lo tanto a menor desempleo, que hará crecer aún más el nivel de demanda solvente, que a su vez causará mayores desabastecimiento relativo e inflación, y al mismo tiempo mayor aceleración del crecimiento económico.
En este último caso, el desequilibrio entre oferta y demanda se traduce en reducción del poder adquisitivo de la unidad monetaria, lo que empuja a que crezca la «liquidez monetaria» (masa total de dinero en circulación y en depósitos bancarios) en una proporción aproximadamente equivalente a la severidad de tal desequilibrio, a fin de compensar la disminución del valor real de cada unidad de dinero. A ello se debe que en países con alta inflación recurrente vaya creciendo el volumen de monedas y billetes de grandes denominaciones y hasta aparezcan nuevas piezas de denominaciones cada vez mayores.
QUÉ NO ES
De todo lo anterior se desprenden varias conclusiones que pueden sorprender a más de uno en Venezuela. En primer lugar, la inflación, dentro de ciertos límites, es en general una manifestación de salud económica y no un síntoma de crisis; más aún, un nivel moderado de inflación es deseable y hasta necesario para el buen funcionamiento de una economía capitalista. De hecho, por insólito que suene, en condiciones normales la deflación sostenida por varios meses consecutivos, aunque sea moderada, puede ser mucho más preocupante que la inflación.
Segundo, incluso quien se oponga –hasta con justos argumentos– a las empresas privadas en general y a las comercializadoras en particular, necesita entender que no son ellas las principales responsables directas de la inflación. En un sentido general, la parte vendedora (empresas productoras y comercializadoras) es responsable de determinar, sobre la base de su estructura de costos, el precio mínimo por debajo del cual no le resulta rentable vender; pero quien fija el precio máximo en cada circunstancia particular es la parte compradora: los precios subirán y seguirán subiendo mientras haya alguien solvente y dispuesto a comprar más y más caro.
Esto último significa, en tercer lugar, que no se puede vencer la inflación regulando con medidas jurídicas, administrativas o policiales a la parte vendedora. Incluso si la autoridad lograse regular a todos los vendedores formales registrados, todavía podría ocurrir que un comprador, aprovechando los precios artificialmente reducidos por la regulación, adquiriese y acaparase volúmenes importantes de alguna mercancía para, sacando partido de la escasez relativa de oferta agravada por sus propias compras excesivas, revenderlos luego al más alto postor que encontrase, en un mercado informal y libre de las regulaciones que sólo cubren a los vendedores registrados.
Cuarto, aunque –como ha quedado demostrado recientemente en Venezuela– las manipulaciones fraudulentas de la oferta por la parte vendedora pueden efectivamente contribuir a agravar la escasez y magnificar en consecuencia la inflación, tales manipulaciones sólo pueden ocurrir con éxito en un contexto ya de antemano marcado por escasez y tendencias inflacionarias. Donde hay constante abundancia de oferta, simplemente no puede haber alta inflación; y si algún empresario despistado pretendiese acaparar una mercancía abundante para empujar hacia arriba artificialmente el precio, terminaría viendo cómo sus competidores le quitan la clientela y lo dejan sin ventas.
Y en quinto lugar, no es verdad que la alta inflación sea característica de las economías capitalistas, ni es cierto que las manipulaciones fraudulentas de los empresarios vendedores sean inherentes o naturales al capitalismo. Muy por el contrario, cuanto más avanzado y por lo tanto más productivo sea el capitalismo, menor será la probabilidad de que se presenten situaciones recurrentes de inflación elevada; y la competencia, que sí es intrínseca al capitalismo siempre que no haya dominio monopólico, previene y reprime automáticamente cualquier intento empresarial de acaparamiento o falsificación de precios y costos. Si nuestra oposición al capitalismo dependiera de tales mitos, quedaríamos desarmados ante la evidencia innegable de que en los países capitalistas desarrollados, de EE.UU. a Europa Occidental a Australia, la inflación no ha superado el 5% anual desde hace décadas, y en alguno de ellos, como Japón o Suiza, hasta ha habido episodios de deflación.
EL CASO VENEZOLANO
La inflación, resumiendo, puede resultar de un «colapso relativo de la oferta», de un «exceso relativo de la demanda», o, como ocurre en Venezuela desde hace muchos años, de alguna combinación compleja de ambos. En pocas palabras, los venezolanos producimos cada vez menos y consumimos cada vez más, lo que se traduce en la escasez de diversos bienes y servicios que hemos venido sufriendo ocasionalmente por más de tres décadas, y que se ha hecho mucho más frecuente y aguda en los últimos años.
Pero en el caso venezolano hay además otros factores que agravan la situación, entre ellos el crecimiento de la liquidez monetaria, que avanza a un ritmo mucho más rápido que el que se requeriría para compensar la pérdida de poder adquisitivo de la unidad monetaria debida al desequilibrio del mercado, y se convierte así en causa adicional para una inflación todavía mayor. De hecho, en 12 meses hasta el cierre de octubre 2013, la liquidez había sufrido un crecimiento anualizado superior a 73%, casi 20 puntos más que la inflación anualizada en el mismo período.
Esta es una de las particularidades de la actual inflación venezolana, que está siendo agudizada tanto por el creciente desequilibrio estructural de oferta y demanda, como por la propia autoridad monetaria (el Banco Central de Venezuela, BCV), que en lugar de procurar el control de la inflación, la agrava con la emisión desproporcionada de nuevo dinero, estimulada por el crecimiento rápido y desordenado del gasto público y por la necesidad gubernamental de atender el déficit fiscal que ese alto gasto genera. Al crecer la masa de dinero más rápidamente que la masa de bienes y servicios disponibles para ser adquiridos con esa nueva liquidez que tarde o temprano se traduce en aumento de la capacidad de demanda, se agrava todavía más el desbalance del mercado.
Venezuela, a consecuencia de las grandes debilidades estructurales de nuestra economía, la escasa producción nacional, el bajo rendimiento y la ineficiencia del aparato productivo, y las severas deformaciones derivadas del rentismo petrolero y el alto gasto público –vicios de larga data que siguen sin ser atendidos y resueltos–, ha llegado a ser un caso notable de inflación crónica, sin correlación estrecha con los ciclos económicos (sufrimos alta inflación tanto en los momentos de auge como en los de crisis), y a contrapelo de las tendencias dominantes en el resto del planeta.
Obsérvese que desde mediados de la década de 1970 y hasta principios de la de 1990, cuando buena parte del planeta experimentaba la llamada «pandemia hiperinflacionaria» que llevó los índices de precios en muchos países a sufrir variaciones de hasta varios miles por ciento al año, la inflación en Venezuela, aunque sensible, sólo en dos ocasiones estuvo en torno al 100% anual. Pero a partir de los años 90, cuando la pandemia fue vencida y la variación anual de precios cayó consistentemente por debajo de 10% en casi todos los países, en Venezuela se hizo crónica la inflación de dos dígitos [Gráfico 1]. Y desde fines de siglo, nuestro país ha estado año tras año entre los que tienen los más altos niveles de inflación del planeta, y ha sido prácticamente el único con períodos relativamente frecuentes de «estanflación» (Ver TP N° 223).
¿CÓMO SE MIDE LA INFLACIÓN?
Los instrumentos más frecuentemente utilizados en todo el mundo para medir la inflación son los índices de precios al consumidor (IPC), cuya versión venezolana (Índice Nacional de Precios al Consumidor, INPC) es calculada mensualmente por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) y el BCV, y es publicada aproximadamente una semana después del cierre de cada mes.
El INPC –iniciado el 1 enero 2008 con un valor de 100,0– se calcula como una media ponderada de los índices de precios de 11 «dominios geográficos» (las diez áreas metropolitanas principales de Venezuela más 74 otras localidades agrupadas en un dominio denominado «Resto»), cálculo en que el IPC de cada dominio tiene un peso proporcional al tamaño relativo de su mercado: el IPC de Caracas, por ejemplo, representa 22,3% del índice nacional, mientras que el de Mérida sólo pesa 1,2% en el cálculo del INPC.
A su vez, el IPC de cada dominio es calculado como una media ponderada de los precios en cada una de 13 agrupaciones de bienes y servicios (unos 360 rubros en total), cálculo en que el peso de cada agrupación es proporcional al tamaño relativo del gasto que hace una familia media en ella: la agrupación «alimentos y bebidas no alcohólicas», por ejemplo, representa 31,7% del IPC de Maracaibo, mientras que «esparcimiento y cultura» sólo pesa 3,1% del índice general de precios de la capital zuliana.
Esto último significa que una reducción de la inflación –o incluso una reducción absoluta de los precios– en una o varias agrupaciones, no necesariamente se traduce en una reducción del INPC: si, por ejemplo, se logra controlar por alguna vía el aumento de precios en la agrupación «electrodomésticos y equipamientos del hogar» (cuya ponderación en el cálculo del INPC es de sólo 5,6%) mientras continúa la inflación elevada en otras agrupaciones de mayor peso, como «alimentos y bebidas no alcohólicas» o «alquiler de viviendas» (cuyas ponderaciones a escala nacional son de 32,2% y 9,8% respectivamente), el resultado puede ser todavía un aumento del índice general. [Gráfico 2]
Las ponderaciones de cada agrupación han sido fijadas como resultado de las «encuestas nacionales de presupuestos familiares», las más recientes de las cuales se llevaron a cabo en 2005 y en 2009, y por medio de las cuales se determinaron los hábitos, preferencias, necesidades y capacidades de consumo de la familia media venezolana en un mes medio. Las variaciones de precio de cada bien o servicio, por su parte, son investigadas continuamente por medio de «encuestas mensuales de precios», que se aplican en unos 25 mil establecimientos comerciales y determinan mes a mes los cambios habidos en cerca de 300 mil precios en todo el país.
Una vez establecidos los nuevos precios en cada agrupación y en cada dominio geográfico, se procede a computar las medias ponderadas y finalmente a calcular el valor mensual del INPC. La «inflación mensual» será la variación habida en el valor del INPC entre el cierre del último mes concluido y el cierre del anterior, la «inflación acumulada en el año» será la variación entre el cierre del último mes y el cierre del año anterior, y la «inflación anualizada» será la variación entre el cierre del último mes y el del mismo mes del año anterior, variaciones que generalmente se expresan en forma de porcentajes.
Así, por ejemplo, el valor del INPC al cierre de octubre 2013 fue 464,9; en septiembre 2013 fue 442,3; al cierre de diciembre 2012 fue 318,9; y en octubre 2012 fue 301,2. Por lo tanto, la inflación mensual de octubre 2013 fue 5,1%; la acumulada en este año hasta ese momento era 45,8%; y la anualizada era 54,3%.
CÓMO NO PUEDE RESOLVERSE
Lo repetimos: la inflación no puede resolverse regulando a la parte vendedora. Tal cosa ha sido intentada, siempre sin éxito duradero, innumerables veces en la historia mundial y no menos de seis veces en nuestro país en los últimos 40 años: la Ley de Protección al Consumidor (1974), la Ley de Costos, Precios y Salarios (1984), la reforma de la Ley de Protección al Consumidor (1992), la Ley de Protección del Consumidor y el Usuario (1995), la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios (2004), el Decreto-Ley de Costos y Precios Justos (2011), y ahora el Decreto-Ley para el Control de Costos, Precios, Ganancias y Protección de la Familia Venezolana.
En cada oportunidad, el resultado ha sido más o menos el mismo: un impacto inicial favorable que logró moderar la inflación por un tiempo relativamente breve, seguido de un período de recrudecimiento de los aumentos de precios, y finalmente el abandono o sustitución de los entes y mecanismos de regulación creados en cada caso –recuérdense el Instituto para la Defensa y Educación del Consumidor (IDEC), la Comisión Nacional de Costos, Precios y Salarios (Conacopresa) y el Instituto para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (Indecu), antecesores del Instituto para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios (Indepabis), que todavía existe pero parece haber quedado subordinado a la nueva Superintendencia Nacional de Costos y Precios (Sundecop)–.
El problema de esas regulaciones es que sólo atacan la manifestación visible de la inflación, es decir el aumento de precios al final de la cadena de comercialización formal, y no tocan en lo absoluto los desbalances estructurales profundos del mercado, de los que emana ese aumento. Así, aunque parezca reducirse el avance de los precios, en realidad la presión inflacionaria sólo es temporalmente represada, no eliminada, y continúa actuando fuera de la cobertura de los mecanismos de regulación, bajo la forma de demanda insatisfecha y/o crecimiento de oferta informal no regulada. Se controla por lo tanto la inflación oficial o abierta, pero sigue acumulando fuerzas la inflación «sumergida», que no puede ser formalmente observada ni medida hasta que, más temprano que tarde, aflora y se cobra con creces la represión temporal que sufrió.
Esto es exactamente lo que acaba de ocurrir (de nuevo) en nuestro país: tras la entrada en vigor del Decreto-Ley de Costos y Precios Justos en noviembre 2011, se logró reducir progresiva y sustancialmente la tasa oficial de inflación por varios meses, hasta que, aproximadamente en noviembre 2012, la presión inflacionaria acumulada a lo largo de cerca de un año comenzó a desbordar los intentos de controlarla, y empujó los precios en una rápida escalada que continúa hasta hoy (Ver TP N° 210).
¿Y ENTONCES?
Una regulación que sí tendría algún efecto más o menos significativo y duradero sobre el aumento de precios, es el control del tamaño de la masa de liquidez monetaria del país, a fin de que la tasa de crecimiento de esta última en un período determinado nunca sea mayor que la tasa de inflación correspondiente. En este caso, se trataría de regular al gobierno nacional y al BCV: el primero, desde hace décadas, ha incurrido numerosas veces en aumentos del gasto público sin contar con condiciones económicas que garanticen la sostenibilidad de tales gastos; y el segundo, especialmente en los últimos cinco años, ha accedido a financiar el déficit fiscal causado por los excesos del gobierno emitiendo nuevo dinero sin contar con el respaldo orgánico debido.
Pero téngase claro que el control de la liquidez no resuelve el problema de desbalance del mercado, y por lo tanto tampoco ataca las causas fundamentales de la inestabilidad de precios –pese a lo que afirma la doctrina económica llamada «monetarista», unánime y justamente criticada desde las escuelas económicas de izquierda–. No obstante, al menos en el caso venezolano, en que el rápido aumento de la masa monetaria ya no es sólo consecuencia de la inflación sino también causa de inflaciones todavía mayores, tal política nos proporcionaría sin duda algún alivio.
Esto nos trae de regreso al problema central: el desequilibrio estructural entre demanda y oferta en nuestros mercados (recuérdese, producimos cada vez menos y consumimos cada vez más). Resolverlo significa atacar y corregir, por un lado, los patrones insostenibles de consumo de nuestros pueblo y gobierno nacional, y, por otro lado, la escasez relativa de la oferta de bienes y servicios. Lo primero implica cambios culturales e ideológicos que probablemente tomarían varios años incluso en el mejor de los casos, o un tiempo todavía más prolongado si el propio gobierno continúa estimulando –como lo hace con especial intensidad en momentos políticamente difíciles– la deformación consumista de los hábitos de compra y gasto.
Pero la clave principal del problema radica en el segundo factor, la persistente restricción de la oferta. En efecto, si se lograra aumentar el volumen general de bienes y servicios disponibles para la compra hasta satisfacer plenamente cualquier demanda razonablemente posible, tanto la represada durante las escaseces pasadas como la nueva que se genere en el futuro, se le daría el golpe de gracia a la alta inflación en nuestro país.
Con este propósito, y ante la imposibilidad de lograr el pleno abastecimiento con el aparato productivo existente, el gobierno ha fomentado como paliativo inmediato el incremento (tanto por el sector privado como por los entes y empresas del propio Estado) de las importaciones subsidiadas, táctica que tuvo cierto grado de éxito por un tiempo, pero que, como va quedando demostrado por los hechos, es insostenible y contraproducente en el mediano plazo. Las importaciones abundantes y relativamente baratas no sólo han desestimulado aún más la producción nacional, sino que han contribuido, junto con otros factores, a la caída abrupta de las reservas internacionales de la República y por lo tanto a las actuales dificultades cambiarias, lo que ha resultado en la desaceleración reciente de las importaciones y la agudización de la escasez.
Así, hemos terminado con una inflación todavía mayor que la que se intentaba corregir, un aparato productivo aún más debilitado, y por añadidura unas arcas públicas empobrecidas. Precisamente para evitar o al menos atenuar tales consecuencias, el Partido Comunista de Venezuela (PCV) ha venido proponiendo desde hace décadas, y con renovada insistencia en el último año, la nacionalización total del comercio exterior y en particular el establecimiento del monopolio estatal de las importaciones, con la intención de reorganizar, racionalizar y centralizar bajo control absoluto del Estado todas las compras internacionales de Venezuela en concordancia con lo establecido en un plan estratégico de desarrollo nacional.
LA VERDADERA SOLUCIÓN
No puede quedarnos duda alguna: la única solución verdaderamente eficaz, duradera, sostenible y constructiva al problema de la inflación consiste en aumentar sustancialmente la producción nacional. Y por ello, es imprescindible formular y ejecutar políticas de gran envergadura que apunten a corregir lo antes posible las enormes debilidades de nuestro aparato productivo.
Tenemos la necesidad urgente de impulsar, con la mayor seriedad y rigor, un plan nacional de industrialización y estímulo en general a la economía productiva, con especial énfasis en la producción manufacturera y agrícola masiva y a gran escala, no en las pequeñas experiencias que han sido priorizadas en los últimos años (cooperativas, «núcleos de desarrollo endógeno», «empresas comunales», «proyectos socio-productivos», etc.), y que –aunque pueden hacer alguna modesta contribución y servir además en ciertos casos para elevar los niveles de conciencia y organización popular– son económicamente inviables en el mediano plazo, y carecen de la escala y el potencial necesarios para apalancar la transformación profunda que requiere la economía nacional.
Esta es la razón que ha llevado al PCV a ratificar y profundizar su propuesta histórica de fomentar el desarrollo de grandes industrias y empresas nacionales. En este sentido, el PCV ha dado a conocer en los últimos meses, en particular, su propuesta de crear dos corporaciones estatales de fomento, una para el desarrollo agrícola y agroindustrial, y otra para el desarrollo de las industrias manufactureras pesadas, medias y livianas.
Bajo la tutela de estas dos corporaciones «madres», se establecerían, con estricto apego a las prioridades de la planificación nacional, grandes empresas de capital estatal o mixto que, por medio de subvenciones, protecciones arancelarias, privilegios fiscales e inversiones directas, avancen en un programa ambicioso hacia la industrialización y la soberanía agroalimentaria, dándole la máxima urgencia a las industrias básicas de gran envergadura, las de carácter estratégico, y las que atiendan necesidades vitales de la población.
Mientras no contemos con un aparato productivo diversificado, eficiente y robusto, capaz de satisfacer plenamente la demanda del mercado interno, careceremos de las condiciones objetivas y las bases materiales necesarias para construir una economía nacional estable y definitivamente libre de alta inflación. Y lo que es más grave, sin contar con tales condiciones nos será además imposible lograr la liberación nacional y la verdadera soberanía de nuestro país, que son de los requisitos fundamentales para comenzar a avanzar hacia objetivos estratégicos de mayor envergadura, como el socialismo.
*Miembro del Comité Central y del Departamento Nacional de Educación Ideológica del PCV.
Estoy de acuerdo con todo lo que dices camarada, pero todo esas propuestas son teorías, necesitamos ponerlas en practica, pero para ayer ya es tarde tenemos que comenzar ya!!!!
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Me gustó mucho el artículo. No soy de una profesión relacionada con la economía y me resultó muy claro. Me ayudó a comprender muchos conceptos de los que no tenía una idea clara.
Sin embargo, creo que hay un asunto que no se toca en el artículo: buena parte de los bienes que ofertan los vendedores en Venezuela, en particular aquellos que fueron regulados en diciembre, no son producidos en el país.
Los comerciantes simplemente importan esos bienes con el dinero producido por la exportación de petróleo que realiza el estado ¿Puede decirse que un déficit de producción sea responsable de la inflación? ¡Es que aquí ni siquiera existen empresas que fabriquen un televisor de plasma!
La posibilidad de instalar fábricas para fabricarlos sería la solución ideal. Sin embargo, esto daría resultados solo a mediano plazo. No debemos descuidar esta fórmula, pero ¿mientras tanto qué? En mi opinión el estado debe en el intermedio seguir empleando la importación, a precios regulados, como una medio para incrementar la oferta.
Bueno, si alguien puede darme algún argumento lo agradecería. No me malinterpreten, no quiero polemizar, sino aprender con la discusión.
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Hola
Si se toca este tema, todas las importaciones se harían a traves de l corporacion de comercion exterior, todas y priorizadas por el bien nacional
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Tienes razón, comenté apresuradamente. Estoy de acuerdo con esa propuesta: monopolizar el comercio exterior. Saludos
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